Introducción
Nuestra
familia tiene una tradición. Cada año por invierno subimos a la sierra
madrileña, al puerto de Cotos, y ascendemos un breve trayecto por la falda del
Peñalara, hasta un mirador con una vista fantástica de los nevados montes
cercanos donde se sitúa la estación de Valdesquí. Es un día para que los niños
disfruten con la nieve, respirar aire limpio, beber agua fresca sin aditivos de
los derretidos témpanos y comer algo caliente en la Venta de Marcelino
arropados por el olor y el fuego de la chimenea.
No
sé por qué, los últimos años, mientras subíamos por el sendero, Ana insistía en
la idea de la boda. No estábamos casados, solo habíamos dado el paso de
registrarnos en el ayuntamiento como pareja de hecho. Ya teníamos un hijo y
seguíamos sin la necesidad de casarnos legalmente. Pero a Ana le hacía mucha
ilusión que celebráramos una boda tradicional (en realidad le encanta organizar
todo tipo de fiestas y acontecimientos), no solo la fría firma en el registro
civil, aunque con nuestro toque personal. A mí me daba mucha pereza meternos en
semejante berenjenal de preparativos y gastos, pero finalmente accedí antes del
nacimiento de nuestro segundo hijo. Pero con un bebé tan pequeño retrasamos dos
años la organización, y aunque nunca sale todo como más nos gustaría o como
preveíamos, el día pasó tan rápidamente que casi ni nos dimos cuenta. Pero sin
duda, fue un gran día.
Ella
se encargó básicamente de la preparación de los detalles. Todo el mérito de lo
mucho que gustó la celebración a los invitados fue de ella y sus aciertos, como
de las sorpresas que ni yo mismo esperaba. Mientras que yo trataba de que los
gastos no se dispararan, algo muy difícil de evitar. También me encargué del
diseño de nuestra luna de miel, ya que viajar es una de las cosas que más me
apasionan. Dimos vueltas a diversos lugares, pero estábamos de acuerdo en que
teníamos que ir con los dos críos, no podíamos dejarlos, y tenía que ser un
sitio que les gustara visitar. De manera que la opción de París, la ciudad que
Ana y yo amamos bohemiamente, con la juguetona y comercial trampa de Disneylandia,
pareció la más apropiada, aunque yendo con ellos significara no vivir la luna
de miel exactamente como las parejas de recién casados hacen la luna de miel,
sobre todo cuando los hijos no salen de la habitación...
Para
mí, sería ya mi octavo viaje a la ciudad de los puentes del Sena. El primero,
cuando era muy joven y tomé el tren en Chamartín sin reservar en ningún hotel y
durmiendo en la calle o en la estación de trenes de Austerlitz, como cualquier
otro vagabundo, o clochard como se les llama allí. También fue el primer lugar
que visitamos Ana y yo cuando apenas llevábamos unos pocos meses saliendo. Y París
fue la ciudad elegida para dar una sorpresa especial a nuestros padres: les
hicimos creer que viajarían a Barcelona, pero hasta que no estuvieron hasta los
mismísimos pies de la Torre Eiffel no supieron la verdad. Nos aprovechamos de
lo poco o nada que habían viajado al extranjero para conseguir semejante engaño:
digno de un programa de cámara oculta. Y por último, la ciudad del amor fue la
elegida cuando Ana y yo decidimos empezar a buscar a nuestro primer hijo. Los
niños vienen de París, decían antaño, los trae una cigüeña. Y aunque no fue
concebido allí, aquel viaje tan especial fue inolvidable.
Ahora
íbamos a ir con los dos pequeñajos, y sabíamos que también se convertiría en un
viaje único que nunca olvidaríamos. No se repetiría con esas edades, Pablo con
casi cuatro años y Pedro todavía un bebé de menos de dos. Lo que desconocíamos
era lo cansado y agotador que sería, y las reacciones y comportamientos que
iban a tener. O lo mal adaptado que está el metro de París para ir con un carro
(o silla de ruedas). De todos modos, el cansancio y los nervios se pasan, y el
recuerdo y su pátina de arco iris persiste en la memoria para alojarse en las
estanterías inolvidables donde viven los volúmenes de la magia de París.