Ante el semáforo en rojo, del cruce de la
avenida Cristal con la calle Equidistante, pararon dos coches a la misma
altura. El situado a la izquierda era un Renault Megane blanco metalizado y el
de la derecha un KIA Ceed rojo ferrari. Aquella noche de sábado, a las seis de
la madrugada de un invierno lluvioso, no había más vehículos navegando. Un
silencio cabalgaba por las calles masturbándose de niebla. Los conductores se
miraron, y en la distancia de mentes e ideas, una amenaza de superioridad clavó
el centro. El lenguaje de los ruidos de motor, acompañados de pequeños
movimientos hacia adelante, sugirieron un duelo. Ambos habían aceptado sin
conciencia las reglas de la victoria y la derrota. Antes de que el semáforo
cambiara a verde, los dos coches aceleraron.
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